Tuesday, August 14, 2018

 

El pequeño y travieso Krishna...



De todas las metáforas para representar lo inconmensurable, la que más se ha implantado, como una semilla mandálica en el centro de nuestra conciencia colectiva, es el Aleph. 
La radiante primera letra del alfabeto hebreo --que no puede ser articulada pero encierra todo lo articulado-- transformada en una esfera tornasol de un diámetro de dos o tres centímetros en la que cabía, sin superponerse, la totalidad del espacio cósmico. 
La narración de Borges de este episodio pasará a la historia de la literatura como uno de sus momentos inmortales: 
la descripción lineal de aquello que es simultáneo, eterno, omnidireccional, pese a la limitación del lenguaje, logra transmitir la sensación culmen del misticismo de todas las épocas: 
el satori, la Red de Perlas de Indra, el holograma. 
Una experienca que fundamentalmente revela que en cada parte del universo está el universo entero --Hamlet había visto el espacio infinito en una cáscara de nuez; Blake vio el cielo en una flor, el mundo en un grano de arena.
Quizás la descripción más parecida al instante del Aleph de Borges, es la que recoge el hinduísmo. 
La suprema personalidad de Vishnu tiene su octavo avatar en un niño cuya alegría rebosante produce lo mismo dolores de cabeza que visiones divinas --especialmente a las mujeres--: 
Krishna, pastor de vacas. 
Yosada, la madre, sufría de las travesuras de este supremo niño azulado "aquel que por donde pasa desaparece la crema". 
Una vez unos niños acusaron a Krishna con Yosada de "hociquear la tierra y comer la basura como si fuera un cerdo". Yosada empezaba a reprender a Krishna cuando éste, con su sublime picardía, le dijo "Es mentira, mamá; si no me crees miráme la boca". 
A continuación la descripción que hace Calasso de este mítico momento en su maravillosa obra Ka:

La madre vio abrirse aquellos pequeños labios, cuyas grietas conocía una a una. 
Yasoda bajó la mirada para escrutar el paladar de su hijo y encontró una inmensa bóveda estrellada que la chupaba. Yasoda viajaba, volaba. 
Donde hubiera estado el fondo de su garganta se erguia el Monte Meru, sembrado de infinitos bosques. 
A su lado se veían islas, que quizás eran corrientes, y lagos, que quizás eran océanos. Yasoda respiraba con una tranquilidad desconocida, como si por primera vez saliera el aire libre a través de la boca de su hijo. 
La visión que más le cautivó fue la rueda del Zodiaco: rodeaba el mundo oblicuamente, como una faja jaspeada. Yadosa fue aún más allá. 
Vio la oscilación de la mente, su mutabilidad lunar, sus brincos de mono de una rama a otra del universo. 
Vio cómo los tres hilos de los que toda sustancia está hecha se enrollaban en ovillos, de los que nacían otros ovillos. 
Al fondo, vio el pueblo de Gokula, reconoció sus callejones, las ensambladuras de las piedras, las carretas, los manantiales de agua, las flores macilentas. 
Y finalmente se vio a sí misma, en una calle, mirando la boca de un niño.

Una visión suprema, magna psicodelia, el desdoblamiento astral de la divinidad que se ve a sí misma soñando... en su madre, a la cual libera del mundo con una visión de la mente que crea al mundo. 
La lección aquí, además de la poesía transpersonal, es que el Aleph lo mismo se encuentra en el sótano de un escritor argentino que en la boca de un niño malcriado que come tierra...

Comments: Post a Comment

<< Home

This page is powered by Blogger. Isn't yours?