Sunday, July 08, 2018

 

El fracaso de escribir / Manuel de Lorenzo

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Siempre he pensado que hay algo aberrante en escribir. En intentar trasladar al papel una historia. Es una de esas cosas que a uno jamás le salen como quiere. Se asemeja, supongo, a criar a un hijo o plantar un jardín. El texto siempre parece ir decidiendo su propio camino al margen de la voluntad del autor. Es un proceso utópico e infeliz. Lleno de insatisfacciones. El escritor nunca logra estar a la altura de sus propias aspiraciones. De lo que esperaba de sí mismo como autor. Por eso escribir es, sobre todo, fracasar. Fracasar una y otra vez con la absurda esperanza de no morir en el intento y vencer algún día. Como si Sísifo tuviese alguna posibilidad de alcanzar en el futuro la cima de la colina.

Lo escribía Philip Roth en Pastoral Americana a propósito de una conversación entre los personajes Nathan Zuckerman y Jerry Levov en la que este comenta que «el quirófano te convierte en alguien que nunca se equivoca», añadiendo que es muy parecido a escribir. Zuckerman lo corrige: «Escribir te convierte en alguien que siempre se equivoca. La ilusión de que algún día puedes acertar es la perversidad que te hace seguir adelante». Resulta difícil comprender cómo alguien puede ser tan consciente de su propia realidad y, al mismo tiempo, escribir veintisiete novelas, medio centenar de relatos, una docena de ensayos y dos libros de memorias. Imagino que, a fin de cuentas, y enfocado desde la perspectiva adecuada, el fracaso puede ser una de las claves más importantes del éxito.

Por eso me resultan tan admirables esos autores que un buen día deciden que han fracasado bien, que han fracasado, tal vez, lo mejor que sabían, y abandonan su carrera literaria con apenas uno o dos títulos en su haber. Escritores que, habiendo cosechado un fracaso magnífico, comprenden que no hay necesidad de seguir intentándolo. Porque han asumido que es imposible acertar. Como Juan Rulfo, quien después de componer algunos relatos cortos escribió Pedro Páramo y se dio cuenta de que, si con eso no bastaba, no se podía hacer mucho más. Algo parecido a lo que le sucedió a J. D. Salinger, quien, tras publicar El guardián entre el centeno, sintió que aquel era un fracaso lo bastante satisfactorio como para no volver a probar fortuna en los cerca de sesenta años que todavía le quedaban por vivir. O a Luis Martín-Santos, quien seguramente sospechaba que, si escribir era sobre todo fracasar, difícilmente podía hacerlo mejor que con Tiempo de silencio.

Sin embargo, una vez aceptado que «escribir te convierte en alguien que siempre se equivoca», debo reconocer que me resultan aún más admirables quienes toman la determinación de no cejar en su empeño y deciden ir con todo, como si la victoria final fuese una cuestión de haber disparado más balas. Me ocurre, por ejemplo, cuando repaso la obra de Benito Pérez Galdós y me encuentro con una producción inmensa, casi inabordable, formada por ochenta novelas, veinticinco obras de teatro, medio centenar de cuentos y una docena de ensayos. O la de Isaac Asimov, quien, entre obras de no ficción y obras de ficción —repartidas estas entre el genero fantástico, la literatura de misterio y la ciencia ficción—, firmó cerca de quinientos libros. O la de Daniel Defoe, quien prácticamente inició su carrera como novelista a los sesenta años con Robinson Crusoe y terminó escribiendo más de trescientas obras. Una cifra a la que también se aproximó Georges Simenon, quien repartió su producción entre las aventuras del célebre comisario Jules Maigret y otros ciento veintipico títulos de menor éxito que, por desgracia para Maigret y para la propia autoestima de Simenon, él mismo consideraba como sus «novelas serias».

Cuenta Pierre Assouline en Simenon, Maigret encuentra a su autor (Espasa, 1994) que en cierta ocasión Alfred Hitchcock quiso ponerse en contacto por teléfono con Georges Simenon. La persona que atendió la llamada, sin embargo, le explicó que en ese momento el escritor no podía ponerse, ya que estaba muy ocupado. «Acaba de empezar un nuevo libro», le comentó. Hitchcock, inmediatamente, respondió: «No se preocupe, espero en línea». Hay autores, en efecto, capaces de concentrar la producción de un número tan elevado de obras en tan poco tiempo que dan la sensación de construir novelas enteras en cuestión de horas. Durante el último cuarto de siglo, César Aira ha venido publicando una media de tres libros al año, sumando ya un total de noventa títulos entre novelas y obras de teatro, a los que habría que añadir todos sus artículos y una docena de ensayos. El acuerdo editorial de Julio Verne y su editor, Pierre-Jules Heztel —editor, a su vez, de Victor Hugo—, obligaba al autor francés a entregar dos y, en ocasiones, hasta tres novelas al año a la editorial. Guy de Maupassant escribió sus más de trescientos relatos, seis novelas, seis obras de teatro, tres libros de viajes y una antología de poesía en apenas seis años. El caso de Lope de Vega resulta tan inverosímil que incluso me produce cierto pudor mencionarlo.

Pero en esto de fracasar a lo grande con la literatura podemos encontrar, a lo largo de la historia, a un buen puñado de auténticos héroes. La escritora británica Bárbara Cartland, una de las celebridades más notables del Reino Unido durante el siglo XX, no solo escribió setecientas novelas durante sus casi cien años de vida, sino que ostenta el récord de la mayor cantidad de libros escritos en un solo año: ni más ni menos que veintitrés, casi dos al mes. Su compatriota Enid Blyton, creadora de la saga de Los Cinco, también publicó más de setecientas cincuenta novelas, pero en este caso destinadas al público juvenil —sea lo que sea eso—. El estadounidense Lauran Paine llegó a publicar, bajo cerca de veinte seudónimos distintos, aproximadamente mil novelas. Una cantidad a la que también se acercó el escritor y coronel del ejército confederado Prentiss Ingraham, versando doscientas de ellas sobre la figura de Buffalo Bill. Pero quizá en estos casos sea justo reconocer que, tratándose de novelas sobre el lejano Oeste, la cosa tenía truco: la mayoría se limitaban a repetir la misma plantilla variando las situaciones y los personajes principales. Un sistema muy utilizado también tanto en el caso de las novelas románticas como en el pulp.

Y en cuanto a las primeras no hay duda de quién ostenta el trono: la asturiana Corín Tellado. Es cierto que la mayor parte de su obra se compone de novelas básicas y muy breves, de un corte muy concreto. Pero sería un tanto insolente restarle mérito a una mujer capaz de escribir más de cuatro mil libros. De hecho, entre los años 1946 y 2009 —es decir, desde que publicó su primera novela hasta el momento en que falleció—, escribió tanto que nadie sabe realmente el número exacto de obras que firmó. En 1962, la UNESCO la declaró la escritora española más leída después de Miguel de Cervantes. Y tres décadas más tarde, en 1994, el Libro Guinness de los récords la reconoció por fin como la autora más leída en lengua castellana. Una distinción que, habida cuenta de sus más de cuatrocientos millones de ejemplares vendidos, tampoco es de extrañar.

Pero si hay un hombre capaz de pulverizar cualquier récord, un escritor entregado a la causa, un autor convencido de que el fracaso de escribir solo puede conducirlo al éxito, ese es el brasileño Ryoki Inoue, considerado hoy en día por el Libro Guinness de los récords como el escritor más prolífico del mundo. A los cuarenta años decidió abandonar su carrera, la medicina, para dedicarse a la literatura. Han pasado desde entonces treinta años e Inoue ya ha publicado cerca de mil cien novelas, sobre todo de espías, del Oeste y pulp. El mercado llegó a saturarse hasta tal punto con sus libros que sus editores le obligaban a publicar bajo cuarenta seudónimos distintos. Hubo un momento en el que el 95% de todos los libros de bolsillo que se publicaban en Brasil los había escrito él.

Ryoki Inoue llegó a escribir, literalmente, una novela al día. Es más, en el caso de algunas novelas románticas, era capaz de escribir hasta tres en un solo día; una por la mañana, otra por la tarde y una tercera por la noche. Su escritura, de carácter casi automático, era tan compulsiva y vehemente que Inoue destrozaba un teclado cada pocas semanas. El periodista del Wall Street Journal Matt Moffett, como es natural, no se creía que alguien pudiese escribir un libro entero en apenas una horas, así que acudió a casa del autor para comprobarlo en persona. Una de las novelas más conocidas del brasileño, Secuestro Fast Food, la escribió allí mismo, delante de los ojos de Moffett, entre las once y media de la noche y las cuatro de la madrugada. Y así quedó documentado.

Con los años Inoue decidió que había llegado el momento de adentrarse en otro tipo de literatura, de corte más elaborado, así que rebajó su ritmo de producción a seis novelas al mes. Sin embargo, ningún editor accedió a publicar sus novelas en un formato de mayor calidad y prescindiendo de sus seudónimos, ya que sería un suicidio editorial publicar media docena de novelas del mismo autor todos los meses. Inoue casi tardaba menos en escribir una novela de lo que a sus lectores les llevaba leerla. En la actualidad, a sus setenta y un años, continúa escribiendo.
La fecundidad literaria de Ryoki parece, por lo tanto, difícilmente superable. Sin embargo, hubo una vez un hombre capaz de producir todavía más páginas que el brasileño. Una mente privilegiada. Un talento creativo tan descomunal que su ingenio solo puede compararse con su amor por la libertad: el que fuera Gran Líder de Corea del Norte, así como su fundador ideológico, Kim Il-sung, quien, según sus biógrafos, escribió más de dieciocho mil libros a lo largo de su vida.

En el reportaje de Jon Sistiaga Corea del Norte: amarás al líder sobre todas las cosas, el periodista le pregunta a uno de los portavoces del régimen si es posible que un solo hombre publicase tantos libros, a lo que este contesta que no solo es posible, sino que además son todos muy buenos. Cuando Sistiaga le pide que le explique cómo alguien puede alcanzar semejante cifra de publicaciones, el estadista contesta: «Es que era muy listo». Es una pena que en el resto del mundo no podamos disfrutar de la sabiduría de Kim Il-sung concentrada en todos esos volúmenes. 
Qué lástima que a nadie se le haya ocurrido exportarlos. Eso sí que es un verdadero fracaso y no lo del pobre Philip Roth.

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