Sunday, July 24, 2011

 

-"I wont go, go, go..." ( Amy )

They tried to make me go to rehab

I said no, no, no.

Yes I been black, but when I come back

You wont know, know, know.

I ain’t got the time

And if my daddy thinks im fine

He’s tried to make me go to rehab

I wont go, go, go.

I’d rather be at home with ray

I ain’t got 70 days

Cos there’s nothing, nothing you can teach me

That I can’t learn, from yester halfaway

Didn’t get a lot in class

But I know it don’t come in a shot glass

They’re tryin to make me go to rehab

I said no, no, no

Yes I been black, but when I come back

You wont know, know, know.

I aint got the time,

And if my Daddy thinks im fine,

He’s tried to make me go to rehab,

I wont go, go, go.

The man said, why you think you here?

I said, I got no idea

Im gonna, im gonna loose my baby

So I always keep a bottle near

Said, I just think you’re depressed

Kiss me, yeah baby

And the rest

I’m tryin to make me go to rehab

I said no, no, no

Yes I been black, but when I come back

You wont know, know, know

I don’t ever wanna drink again

I just, ooo, I just need a friend

Im not gonna spend 10 weeks

Have everyone think im on the mend

It’s not just my pride

It’s just til these tears have dried

They’re tryin to make me go to rehab

I said no, no, no

Yes I been black, but when I come back,

You wont know, know, know

I aint got the time,

And if my daddy thinks im fine

He’s trying to make me go to rehab

I wont go, go, go.

Saturday, July 16, 2011

 

El lobo caído / Solari-Beilinson

Dije que el lobo estaba sordo,

que ya no escuchaba mas,

entre tanto montaje sonso

tanta infidelidad!

Maté...y maté... y maté !

Muy mucha merca,

poco bongó

y el más gusto encalló

en un manantial frío dije (frío de bisturí)

Maté...y maté... y maté !

La ruta está repleta (pesadilla)

de caritcaturas (álbum negro)

que si pierden el bondi, lobo (pajamagia)

ni se van a enterar

los chicos de la columnas, dije

gustarían tener mucha manteca

y la miel de toda, pepita cruel

Maté...y maté... y maté !

Tu careta es injusta Lobo (pesadilla)

la moldearon allí (álbum negro)

en la colina más alta dije (pajamagia)

en la colmena peor.

Maté...y maté... y maté !

Saturday, July 09, 2011

 

Facundo Cabral

Me gusta el mar y la mujer cuando llora,

las golondrinas y las malas señoras,

saltar balcones y abrir las ventanas,

y las muchachas en abril.



Me gusta el vino tanto como las flores,

y los amantes, pero no los señores,

me encanta ser amigo de los ladrones,

y las canciones en francés.



No soy de aquí, ni soy de allá,

no tengo edad, ni porvenir,

y ser feliz es mi color de identidad.


Me gusta estar tirado siempre en la arena,

y en bicicleta perseguir a Manuela,

y todo el tiempo para ver las estrellas,

con la María en el trigal.


No soy de aquí, ni soy de allá,

no tengo edad, ni porvenir,

y ser feliz es mi color de identidad...








Pd: En reconocimiento a su constante llamado a la paz y al amor, la Organización de las Naciones Unidas para la Educación, la Ciencia y la Cultura (Unesco) lo declaró “Mensajero Mundial de la Paz” (1996).

Wednesday, July 06, 2011

 

Algo sobre los gatos / Guy de Maupassant

Sur le chats


I


"Estaba yo días pasados sentado en un banco fuera de la puerta de mi casa, en pleno
sol, delante de un encañado de anémonas fondas, leyendo un libro publicado
últimamente, un libro honrado, cosa rara y también encantadora:

El tonelero, de Jorge Duval.

Un gran gato blanco que tiene el jardinero saltó a mis rodillas y con su impulso
cerró el libro, que yo coloqué a mi lado para acariciar al animal.
Hacía calor; un aroma de flores nuevas, tímido aún, intermitente, ligero, cruzaba la
atmósfera, que se estremecía también de cuando en cuando con escalofríos que llegaban
de las altas cumbres nevadas que yo distinguía a lo lejos.
Pero el sol quemaba, pinchaba como uno de esos días en que hurga en la tierra y la
hace vivir, como cuando hiende el grano de semilla y estimula los gérmenes dormidos y
las yemas de las plantas, para que se abran las hojas nuevas.

El gato se retorcía encimade mis rodillas, tumbado de espaldas y con las patas en alto,

abriendo y cerrando las zarpas,

entreabriendo los labios para enseñar sus puntiagudos colmillos y con la línea de
su pupila apenas perceptible en los ojos verdes.

Yo acariciaba y manoseaba a aquel
animal perezoso y nervioso, flexible como tela de seda suave, tibio, encantador y
peligroso.

Ronroneaba de gusto, pero dispuesto a morder, porque es tan aficionado a
arañar como a que le acaricien.

Estiraba el cuello, se retorcía y si yo alzaba la mano él
se levantaba y alargaba la cabeza hacia arriba hasta tocármela.
Yo excitaba sus nervios, y él también excitaba los míos, porque estos animales
encantadores y pérfidos me inspiran cariño y también repulsión.

Me gusta tocarlos y
sentir cómo resbala debajo de mi mano su pelo sedoso que cruje, su piel caliente,
delicada y fina.

No hay cosa más suave ni que produzca en la epidermis una sensación
más exquisita, más refinada, más extraña que la envoltura tibia y vibrante del gato.

Pero esa envoltura viva despierta en mis dedos una comezón rara y feroz de estrangular al
animal que estoy acariciando.

Tengo la plena sensación de que él rabia por morderme y
desgarrar mi carne, y ese anhelo suyo que yo siento plenamente pasa a mí como un
fluido que él me transfiere y que penetra por la punta de mis dedos al contacto de su
pelo cálido, y sube, sube a todo lo largo de mis nervios y de mis miembros, hasta mi
corazón, hasta mi cerebro y me impregna, y corre por toda mi piel dándome dentera.
Constantemente, sin interrupción, siento en los pulpejos de mis diez dedos el cosquilleo
vivo y suave que me cala y me invade."

II


"A pesar de todo, son encantadores, y lo son más que nada porque al acariciarlos
cuando se refriegan en nuestra carne y ronronean retorciéndose encima de nosotros y
nos miran con sus ojos amarillos haciendo como que no nos ven, se siente la
certidumbre de la falsía de su ternura y del pérfido egoísmo que hay en su satisfacción.
Hay mujeres que nos producen también esta misma sensación; mujeres deliciosas,
tiernas, de ojos claros y falsos, que nos han elegido para darse un baño superficial de
amor.

Cuando se está a su lado y vienen a nosotros con los brazos abiertos y
ofreciéndose al beso; cuando las estrechamos contra nosotros con el corazón palpitante
y paladeamos el gozo sensual y sabroso de su caricia delicada, nos damos perfecta
cuenta de que tenemos entre nuestras manos una gata, una gata con uñas y colmillos;
una gata pérfida, astuta, amante y enemiga, que morderá en cuanto se hastíe de los
besos.
Todos los poetas han sido aficionados a los gatos. Baudelaire los exaltó
maravillosamente.

Es conocido aquel admirable soneto suyo:

Mansos al par que fuertes, son los gatos queridos
de los enamorados y los sabios austeros
que, con la edad madura, se hacen también caseros
y buscan, friolentos, tibio calor de nidos.
Amigos de la ciencia y el amoroso arrullo,
gustan de los silencios, y a la noche son fieles.
A Erebo le sirvieran de fúnebres corceles
si acaso ellos al freno doblegarán su orgullo.
Toman, cuando meditan, actitudes serenas
de Esfinge del desierto que, sobre las arenas,
se adormece en ensueños de eternas dimensiones.
Sus lomos tan fecundos dan mágicas centellas,
y en sus pupilas místicas, minúsculas estrellas,
como arenillas de oro, forman conste1aciones.

III

Yo experimenté una vez la rara sensación de habitar en el palacio encantado de la
Gata Blanca, en un mágico castillo en el que reinaba uno de estos animales ondulantes,
misteriosos, desconcertantes, el único, tal vez, al que jamás se siente caminar.
Fue el pasado verano, en esta misma costa del Mediterráneo.
Hacía en Niza un calor espantoso, y pregunté si no había en las montañas próximas
algún vaIle fresco al que acostumbrasen ir, para poder respirar, los habitantes del país.
Me dijeron que sí, el de Thorenc, y quise ir allí.
Tuve que trasladarme, en primer lugar, hasta Grasse, la ciudad de los perfumes, de
la que hablaré algún día para contar cómo se fabrican las esencias quintaesencias de.
flores, que valen hasta dos mil francos el litro.

Pasé la velada y la noche en un viejo hotel de la población,

albergue mediocre, en el que la calidad de la comida es tan
dudosa corno la limpieza de las habitaciones.

A la mañana siguiente seguí viaje.
La carretera se metía en plena montaña, bordeando profundos barrancos, dominada
por picachos estériles, puntiagudos, salvajes.

Empezaba a pensar en que me habían recomendado un sitio sorprendente para veraneo;

estuve casi tentado de volverme atrás
y de regresar a Niza aquélla misma tarde, cuando se ofreció de pronto a mi vista un
monte que parecía cerrar por completo la cañada, y sobre el monte unas ruinas enormes
y admirables, cuyas siluetas formaban sobre el firmamento torres, muros derruidos y
toda una extraña arquitectura de ciudadela muerta.
Era una antigua encomienda de los Templarios, que en otros tiempos gobernaban la
región de Thorenc.
Siguiendo el contorno de aquel monte; descubrí de improviso un verde valle,
alargado, fresco y tranquilo.

En lo más hondo, praderas, corrientes de agua, sauces;

en las vertientes, hasta perderse en el cielo, pinos.
Frente por frente de la encomienda, del otro lado del valle, se alza un castillo que
está habitado, el castillo de las Cuatro Torres, que fue construido hacia el año mil
quinientos treinta.

No tiene, sin embargo, la más ligera huella del Renacimiento.
Es un pesado y sólido edificio cuadrado, de aspecto imponente, flanqueado por
cuatro torres guerreras, de las que toma el nombre.
Llevaba una carta de recomendación para el propietario de esta casa solariega, y no
consintió que fuese a alojarme al hotel.
Todo el valle es, en efecto, encantador, y no se puede soñar con sitio más ideal para
pasar el verano.

Estuve paseando hasta atardecer, y después de cenar subí al
departamento que me habían reservado.
Crucé, en primer término, por una especie de salón que tenía la paredes tapizadas de
viejo cuero de Córdoba, y después, por otro, habitación en cuyos muros distinguí
rápidamente, a la luz de mi vela, cuando pasaba, antiguos retratos de señoras, algunos
de esos cuadros a los que se refería Gautier cuando escribió:


¡Con qué placer os veo sobre los entrepaños,
en marcos ovalados, oh retratos de hermosas
de otro tiempo; en las manos tenéis pálidas rosas,
cual conviene a unas flores que han cumplido cien años!


Y, por fin, entré en la habitación en que estaba mi cama.
Una vez a solas, me puse a recorrerla. Se hallaba tapizada de antiguas telas
pintadas, en la que se veían torreones color de rosa sobre un fondo de paisajes azules y
grandes pájaros fantásticos entre una fronda de piedras preciosas.
Dentro de una de las torretas, estaba mi cuarto de aseo.
Las ventanas, anchas hacia el interior y estrechas hacia afuera eran,

en fin de cuentas, las antiguas troneras desde las que mataban al asaltante.

Cerré la puerta, me acosté y me quedé dormido.
Y soñé...

Nuestros sueños tienen siempre algo de los acontecimientos del día. Iba de
viaje, entré en un albergue y en él vi sentados a la mesa, junto al fuego, a un lacayo de
lujosa librea y a un albañil, sorprendente emparejamiento, que a mí no me causó
extrañeza alguna.

Estaban hablando de Victor Hugo, que acababa de morir, y yo me
mezclé en su conversación.

Por último, marché a acostarme en una habitación cuya puerta no cerraba bien,

y vi de pronto que el criado y el albañil se acercaban de puntillas
a mi mesa, armados de ladrillos.
Desperté bruscamente y transcurrieron algunos momentos sin que cayese en la
cuenta de dónde estaba. Pero me acordé en seguida de los acontecimientos de la víspera,
de mi llegada a Thorenc, del amable recibimiento que me había dispensado el dueño del
castillo...

Iba ya a cerrar otra vez los párpados, cuando vi, si, señores vi en la oscuridad,
en las tinieblas, en el centro de mi habitación, poco más o menos a la altura de la cabeza
de un hombre, dos ojos de fuego que me miraban.
Eché mano a una cerilla y mientras la frotaba oí un ruido, un ruido muy ligero, un
ruido blando como el que produce al caer un trapo húmedo y retorcido...Al encender la
luz no vi en el centro del cuarto más que una mesa muy grande.
Me levanté, registré las dos habitaciones, miré debajo de mi cama, en los armarios,
¡nada!
Pensé que todo aquello no había sido otra cosa que una prolongación, ya despierto,
del sueño que había tenido dormido, y volví a conciliar el sueño, aunque no sin
dificultad.
Y volví a soñar. También ahora viajaba, pero era por Oriente, en el país de mi
predilección. Llegué a casa de un turco que vivía en pleno desierto. Era un turco
magnifico; no era un árabe, sino un turco voluminoso, atento, simpático, vestido de
turco, con turbante y una verdadera tienda de sederías sobre sus espaldas, un auténtico
turco del Teatro Francés, que me dirigía toda clase de cumplidos; estábamos sentados en
un muelle diván y me obsequiaba con confituras.
Un negrito me condujo a mi habitación —todos mis sueños terminaban, pues, del
mismo modo—. Era una habitación azul celeste, perfumada, con pieles de animales por
alfombras; delante del fuego —también esta idea del fuego me perseguía hasta en el
desierto—, sentada en una silla baja, me esperaba una mujer muy ligera de ropa.
Era del más puro tipo oriental, con estrellas pintadas en las mejillas, en la frente y
en la barbilla, unos ojos inmensos, cuerpo admirable, algo moreno pero de un moreno
cálido que subía a la cabeza.
Mientras ella me miraba, yo decía para mí mismo: «Así es como yo entiendo la
hospitalidad. No recibiríamos de esta manera a un extranjero en nuestros estúpidos
países norteños, en nuestros pueblos de gazmoñería idiota, de pudor repugnante y moral
imbécil.»
Me acerqué a ella y le hablé pero me contestó por señas, porque no conocía ni una
sola palabra de mi idioma, que su amo, turco, sabía a la perfección.
Más dichoso aún porque ella hablaría, la tomé de la mano y conduje hasta mi lecho,
en donde me tendí a su lado...

¡Siempre despierta uno en lo mejor!

Me desperté, pues, y no fué demasiado grande mi sorpresa al sentir

debajo de la palma de mi mano una cosa
cálida y suave, que yo acariciaba amorosamente.
Al aclararse mis ideas, comprendí que se trataba de un gato, de un gato rollizo, que
dormía tranquilamente, enroscado junto a mi cara. Lo dejé estar e hice lo mismo que él.
Cuando amaneció, ya no se encontraba allí; llegué a pensar que todo había sido un
sueño, porque no comprendía cómo pudo entrar y salir de mi habitación estando cerrada
la puerta con llave.
Relaté mi aventura, aunque no en todos sus detalles, a mi amable anfitrión, que se
echó a reír, y me dijo:
—Entró por la gatera —y levantando una cortina, me enseñó un agujero pequeño,
negro y redondo, que había en la pared.
Me enteré entonces que en las paredes de casi todas las casas antiguas de la región
existen esos pasadizos largos y estrechos, que conducen desde la bodega hasta el
granero, del cuarto de la criada a la habitación del señor, pasadizos que hacen del gato el
rey y el señor de la casa.
Va y viene por donde le da la gana, visita sus dominios a su capricho, puede
acostarse en todas las camas, verlo y oírlo todo, estar al tanto de todos los secretos,
costumbres y vergüenzas de la casa.
Todas las habitaciones son suyas, a todas tiene acceso; es el animal que circula sin
que lo sientan, el rondador silencioso, el que se pasea de noche por la oquedad de los
muros.
Me acordé de aquellos otros versos de Baudelaire:


Es el espíritu familiar.
Juzga, inspira, preside
a todo lo que hay, donde él reside.
¿Es un dios? ¿Es un hada tutelar? "




Gil Blas, 9 de febrero de 1886

Monday, July 04, 2011

 

Jimbo?!




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